Recomendaba el sabio Epicuro al hombre libre (esto es, al sabio) alejarse de la política, refugio de mediocres incurables, demagogos peligrosos, parásitos de la ignorancia de la que extraen sus rentas perpetuando o, incluso, agravando la condición miserable de los humanos. La vuelta a la realidad (la vuelta a la caverna) es dolorosa, pero inevitable y, acaso, necesaria. Desde El jardín de Epicuro las brumas de la retórica se disipan y la cruda realidad se ve mucho mejor... Pero ¡qué cansado tener que volver a recordar lo elemental! Por ejemplo, que la imagen miente y el adjetivo distorsiona. Que la ausencia de racionalidad en política es una constante peligrosa, suicida. La racionalidad en la política... Ése sí que es un sueño de realización imposible, por lo que vemos a diario: en particular, el disparate jurídico y ontológico de atribuir no ya derechos a entidades enteramente metafísicas como el pueblo, la nación, la lengua -como idioma prístino, ancestral, sagrado y, por ello, eterno, inmutable, que es como la entienden los nacionalistas-, el azar geográfico o territorio (no ya la raza, que eso tiene mala prensa), sino de atribuírselos por encima de los individuos humanos, que, en rigor, son los únicos sujetos de derecho en una política racional y, los que, precisamente, corren peligro en las políticas basadas en sentimientos (que nunca pueden ser comunes y que, por tanto, tienden a separar, excluir y enfrentar) o en historias prehistóricas, míticas y legendarias.
No hay nada más revolucionario que la inteligencia, nada más liberador que la razón, nada más rebelde que la sintaxis. El lenguaje dominante, sin embargo, es un conglomerado caótico y feo de máscaras solemnes que impiden su paso, por mucho que se muestre (o, precisamente por ello) "revolucionario", "liberador", "rebelde".
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